Estas
últimas vacaciones he empezado a hacer algo que me encanta y que será de lo que
eche más de menos: Llevar a mi hijo al colegio. Alguien dijo una vez que tener
un hijo te hace redescubrir el mundo que te rodea. No suelo ser yo muy fan de
reflexiones tan profundas sobre este tema. La gente tiende a fliparse bastante
en cuanto empieza a hablar de hijos. Pero después de experimentarlo, reconozco
que ésta me dio que pensar.
Vivimos en
la parte fea de una de las calles más feas de la ciudad. Eso es un hecho
objetivo. Casi siempre vamos andando. Así como salimos al descansillo empieza un
tira y afloja sobre si bajaremos los cuatro pisos (no hay ascensor) los dos
andando o si lo llevaré en el colo. Él saca lo mejor de sus técnicas de
chantaje emocional y yo mis mejores maniobras de distracción. El ochenta por
cien de las veces gano yo.
Ya en la
calle solemos parar en el primer descampado para hacer pis. Según la situación
y cantidad de cristales, caca de perro y barro, apuntamos a La Rueda o a El
Ladrillo.
Después
pasamos al lado de La Obra. Una casa que
derribaron en poquísimo tiempo pero donde han dejado todos los escombros. Ahí
hablamos sobre el agujero enorme que ya no está y nos quejamos de todo el barro
que mancha la acera. En realidad esa parte de la acera fue limpiada hace
semanas y está, de hecho, mucho más limpia que cualquier otro tramo, pero nos
quejamos igual.
Justo antes
de llegar a El Muro De Piedra De Los Gusanos está La Concha Que No Debería
Estar Ahí. Pero La Concha ahí sigue. Más que nada porque por fin he convencido
a Gael de que no la toque porque está sucísima.
En El Muro a
veces nos paramos a ver como trepan unos gusanos negros asquerosos. Me
recuerdan al cáncer negro de Expediente X y a cierta experiencia con una caja
de una persiana, pero a él le encantan. Por suerte el “veroño” está acabando
con ellos y cada vez hay más “moridos”.
Más o menos
a mitad de camino llegamos a La Plaza Del Señor Con Martillo. Ahí comprobamos
nuestra posición exacta en el mapa no una sino dos veces como buenos marinos.
Una vez seguros de que estamos en el buen camino echamos un vistazo a los todos
los árboles de La Plaza en busca de setas. A veces hay y a veces no.
Cuando
enfilamos el último tramo de nuestro paseo mañanero normalmente nos encontramos
con una compañera de clase que comparte nuestro apellido. Si es así, subimos
ese último trecho al sprint. Si no, aun nos interesamos por la comida que les
han dejado en una esquina a los gatos de otro descampado y señalamos en la
acera de enfrente a La Tienda Que Tiene Una Camiseta De Tigre Igual Que La Que
Vimos Cuando Estábamos De Vacaciones. Y así, llegamos al cole.
El camino de
vuelta a casa es parecido. Yo intento sonsacarle algo sobre lo que hizo durante
la mañana y él no suelta prenda. Vamos comiendo pan recién comprado y el pis
esta vez lo hacemos en los árboles de la plaza. Para que crezcan las setas
Tanto a la
ida como a la vuelta cogemos palos, piedras, castañas, flores para mamá,
plumas… Vemos perros, atascos, coches amarillos, vemos El Autobús Número Nueve
Que Va A Candeán, saludamos a gente conocida, cantamos trozos de canciones,
hablamos de lo que haremos por la tarde…
Son 900
metros. Tardamos siempre mucho más de lo que deberíamos.
Siempre se
me hace corto.