miércoles, 7 de diciembre de 2016

Santa Lucía



Este último fin de semana alquilamos un coche y nos fuimos a explorar la Isla de Santa Lucía. Es un paraíso.

Lo primero que llama a atención es lo verde que es. Dicen que parece una isla del Pacífico puesta en el Caribe, y es totalmente cierto. Selva por todos los lados. Helechos gigantes y palmeras. No nos atrevimos a parar a mear en ninguna cuneta por miedo a los velocirraptores.

De lo segundo que te das cuenta al poco tiempo es de que esto es el Caribe de verdad. Con sus cosas buenas y malas. A pesar de seguir siendo un sitio evidentemente turístico, hace que San Martin parezca un parque temático estadounidense. Si por la noche se te ocurre andar por donde no debes puedes tener un problema con los primos de Beauvue hasta las cejas de maría y con machetes de medio y metro. Pero por el día todo es alegría y calma. ¿Sabéis cuantas canciones melancólicas de amor suenan en cualquier emisora de radio? Ninguna. Los Álex Ubago y compañía aquí se morirían de hambre.

La primera parada que hicimos fue en el mercado de Castries, la capital. Lleno de color y sobre todo de olor. Especias, plátanos, cocos y sobre todo olor a humanidad. Cuando un mercado está lleno de carteles diciendo prohibido mear y escupir te da una idea clara del nivel de higiene del personal.

Después de dos cortas paradas en Marigot Bay y una aldea de pescadores llamada Anse de La Raye, nos detuvimos en un mirador a observar los dos picos llamados Les Pitons, declarados por la Unesco patrimonio de la humanidad, que no es poca cosa. Aparte de una vista impresionante, Les Pitons son lo que representan los dos triángulos de la bandera del país y le dan nombre a la cerveza local y prácticamente a cualquier cosa que se fabrique en la isla.

Más tarde pasamos un par de horas en una playa increíble de esas de postal, a la que se llega por un camino de cabras al que llaman carretera y a la que la seguridad del hotel que bloquea la entrada nos dejó pasar porque jugamos la carta de que trabajábamos en un barco y no éramos turistas.

Volvimos a dicho barco antes del anochecer ya que a nadie le gusta conducir de noche por la selva. Eso fue el sábado.

El domingo fuimos en modo más tranquilo a una playa por el otro lado de la isla. En ese lado, en la radio del coche dejó de escucharse reggae y lo único que pudimos sintonizar era música country americana. Eso, más el ir atravesando plantaciones de plátanos y cacao, y sobre todo el hecho de que el conductor fuese un sudafricano blanco… no he escuchado tantos chistes racistas seguidos en mi vida.

La playa en sí esta vez no fue nada especial, salvo por el hecho de que éramos los únicos turistas. Lo más espectacular fue ver un rondo de rastafaris cincuentones jugando a que la pelota no tocase la arena. Metros de rastas, cero por cien de grasa y toneladas de calidad con el balón.

Esta vez a la vuelta paramos a comer una pizza mientras los mosquitos nos comían a nosotros.

Lo bueno, este finde hemos visto casi toda la isla.

Lo malo, este finde hemos visto casi toda la isla.

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