lunes, 8 de febrero de 2016

Homer en Nueva York (y II)



Lo que pasó en el partido es por todos conocido. El Celta salió con una pistola en cada mano y acabó pegándose un tiro en el pie. Ironías de la vida, mientras caminábamos cabizbajos camino al hotel por la Macarena que nos habían bailado, vimos a Los del Río salir del estadio.

Allí nos encontramos al segundo grupo de famosetes: Alex Márquez, su padre y todo su equipo. Cuando nos tocó nuestro turno en la recepción y dimos nuestros datos el hombre nos dio la única respuesta posible para completar nuestro día horribilis: “Lo siento, pero no hay ninguna reserva a su nombre”. Evidentemente.

Llamo al seguro. Me dan un localizador. El recepcionista vuelva a decir que nones. Son ya cerca de las once. Tenemos sed porque llevamos sin beber desde que gastamos el agua en refrigerar el coche. Estamos cansados por el viaje, la carrera para llegar al partido, la tensión del mismo y todo lo demás. Olemos mal. Ponernos a buscar un hotel  esas horas de la noche no es lo que más nos apetece.

Al final la chica del seguro llama al hotel y se soluciona el tema. Después de beber como camellos del grifo, bajamos a tomarnos una caña. Con la que llevamos ese día, seguramente sólo tendrán jugo de cangrejo. O Alhambra, que es aún peor. A media noche estamos inconscientes en cama.

Dan las diez y media de la mañana y nadie me ha llamado aun del taller, así que decidimos ir a hacerles una visita. Se toman su tiempo, así que hasta el medio día no le echan un vistazo al coche. Hay dos diagnósticos posibles: Recarga de batería y reemplazamiento de manguito o avería medianamente gorda. Cuando intentan arrancarlo suena como un AK-47 disparando. Avería gorda claro está. El coche se tiene que quedar allí.

Hablo con tres personas distintas del seguro y esperamos una hora y media para que me den una solución. Al final el viaje de vuelta a Vigo nos lo tenemos que pagar nosotros. Excelente. Caminamos una hora hasta la estación de buses más cercana. Ni se nos pasa por la cabeza hacer algo de turismo. Queremos marcharnos antes de que se ponga el sol.

En la estación de autobuses, que huele a piara de cerdos, tenemos que esperar casi una hora en la cola para coger los billetes porque las máquinas de autoservicio no funcionan y la mujer detrás del mostrador debe saber de informática tanto como un pez payaso. Como el karma ya nos debe más de una, le propongo a mi sufrido acompañante echar una apuesta de Euromillones. Pero hoy no será ese día. En el kiosco tienen papeletas de todo menos de Euromillones. Ilusos que somos.

El viaje en bus, de trece horas, se llevó relativamente bien considerando como empezó. Tuvimos delante una pareja de marroquís con el politono con más volumen de la historia y dos chavales detrás, de Vigo y celtistas, con demasiadas ganas de fiesta. Uno grande y bocazas y el otro pequeño que le reía las gracias. Me recordaron a la bacteria y el virus de “Érase una vez la vida”. Menos mal que la batería le duró poco a la bacteria porque, como nos repitió unas quinientas veces, estaba “reventao”. Si tuviésemos que escuchar estupideces a ritmo de cántico de estadio durante trece horas hubiésemos salido en las noticias.

Al final llegamos a Vigo sanos y salvos, pero con la raya del culo borrada de tantas horas sentados. Lo primero que hice al llegar a casa fue cambiarme  de ropa y darme una ducha. Los calzoncillos salieron como el papel de las madalenas.

¿Qué si volveré a Sevilla?

Bueno, como diría Homer:

Ya veremos cariño, ya veremos.

domingo, 7 de febrero de 2016

Homer en Nueva York (I)



Los Simpson tienen un capítulo para casi cualquier situación de la vida. En uno de esos capítulos, Homer explica por qué odia Nueva York. Luego su nueva experiencia allí le da la razón. Entiendo a Homer. Odia a la ciudad porque la ciudad lo odia a él. A mí me pasa lo mismo con Sevilla.

Mi primera visita se saldó sin ninguna incidencia negativa que yo recuerde. Fue hace mucho tiempo. La segunda, hace quince años, ingrato recuerdo de todo el celtismo. Perdimos incomprensiblemente una final de copa ante un Zaragoza en declive. Yo también perdí, de paso, todas las fotos que hice aquel día. Una de ellas, ante un termómetro que marcaba 45 grados. Lo más cerca que he estado del infierno. En la tercera se cuajó mi despedida de mi primer trabajo en un yate gracias a un capitán más falso que un billete de tres euros.

Pero como no soy rencoroso ahí fui a por la cuarta. A ver las semis de copa con un amigo. En coche. Todo iba como la seda hasta el kilómetro 716 de la A-66. Autovía de la Ruta de la Plata. De la que cagó la rata. A 100 Km. de Sevilla el Astra dijo basta. Luces rojas. Achtung.

Aun teníamos tiempo de sobra hasta el partido. Después de comprobar que el problema estaba en la refrigeración y que el coche seguía sin arrancar a pesar de que se apagaron las luces de alerta, llamamos a la grúa. Nos recogió un adicto a la Comunio que nos iba a dejar, a nosotros y al coche, en un taller dentro del centro comercial al lado del estadio.

Pero resultó que el taller estaba en el parking de dicho centro comercial, con lo cual la grúa no podía entrar. Lo mismo sucedió con el siguiente taller más cercano, que estaba metido debajo del Corte Inglés. Ya con tiempo justo, dejamos el coche en un taller en un polígono industrial de dudosa apariencia y reputación y corrimos hacia el estadio.

Al entrar al Pizjuán nos dieron una bufanda conmemorativa a cada uno. Sería lo único bueno de nuestra aventura. Mientras el Celta estrellaba el balón en el palo, una chica del seguro del coche me decía que ya teníamos una habitación reservada en un hotel allí al lado. Parecía que las cosas se estaban solucionando. Aún podía ser una buena noche.

Como nos equivocábamos.